A través de una mirada

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Los ojos son una de las joyas más preciosas que el ser humano posee, no solo nos permiten recibir las impresiones de lo que nos rodea, sino que nos dan la posibilidad de entrar en contacto con el alma de quien cruza su mirada con la nuestra.

Soy muy afortunada de poder trabajar con niños muy pequeños. Estar en constante contacto con los niños me ha permitido observar sus miradas que dicen mucho más de lo que con sus palabras puede transmitir. En parte, porque todavía no tienen todo el vocabulario que necesitan para poder decir lo que sienten pero, principalmente, la mirada de un niño dice tanto porque el alma del niño está totalmente abierta para dar y recibir, está abierta para vivir una nueva experiencia desde la sensibilidad de un cuerpo nuevo.

Creo que el alma lo ha visto todo, lo ha probado todo, ha tenido miles de posibilidades de sentir con cuerpos distintos, lugares diversos, tiempos cambiantes. Ver la mirada dsus-ojitose un niño y compararla con aquella de una persona mayor me hace pensar que el alma está ansiosa por atrapar lo que está por ver. Me da la impresión de que, a pesar de estar nuevamente dentro de un cuerpo siguiendo ese ciclo infinito que la lleva a la evolución, siente una gran emoción, está ávida por descubrir de qué manera recibirá las impresiones, con cuál sensibilidad recibirá los instantes, que tanta capacidad tendrá el nuevo cuerpo que la abriga para desarrollar emociones a partir del primer contacto con lo observado. En ese momento, los ojos del niño tienen una chispa de búsqueda muy especial, su capacidad de admiración es enorme y envuelve a quien le está cerca.

No sé qué me conmueve más, si descubrir la admiración en la mirada de un niño o darme cuenta de la indiferencia de las miradas de los adultos. ¿Por qué con los años se va perdiendo la capacidad de admiración, el deseo de descubrir, la avidez de observar? No creo que sea porque el alma no sea capaz de admirar, más bien siento que se trate del cuerpo que se va cansando de sentir, va perdiendo el interés de la búsqueda y permite que la vida afganase le escape. Deja de saborear los instantes, se pierde en el placer de los sabores intensos y busca cada vez más intensidad en los sabores y los colecciona hasta dejar de sentirlos. Entonces se empieza a llenar de sinsabores, de dudas, de rencores, de deseos no expresados e inexpresivos, inalcanzables e incumplidos. Se deja atrapar por el miedo y cierra sus ojos a la vida, deja de observar con el alma y ve únicamente lo que le conviene ver en el momento, razona con frialdad para usar la información recibida para la conveniencia egoísta de la necesidad momentánea.

Pasa cuando los amantes dejan de mirarse a los ojos al hacer el amor, cuando los hijos dejan de mirar los ojos de su madre al contarle cómo le fue en el día, cuando el hombre deja de mirar sus ojos al espejo cuando se afeita.  Nos pasa a las mujeres cuando dejamos de sonreir al mirarnos en el reflejo de nuestros mismos ojos.

Dejamos de mirarnos a los ojos cuando no queremos descubrir el alma que hay detrás, porque tenemos miedo a ser descubiertos.

El miedo nos cierra la ventana a la vida. ¿En qué momento le abrimos la puerta de nuestro corazón al miedo?

Los niños observan las creaciones de la naturaleza, pero también observan las creaciones humanas.  Reciben imágenes bellas que les dan chispas de felicidad a sus ojos y favorecen su evolución pero también observan y absorben las influencias negativas creadoras del miedo.

¿Hasta cuando la humanidad continuará hundiéndose en el miedo, atrapando las chispas de vida de las miradas de sus niños?

Floria.