Una tecla hace sonar la nota…

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y esa nota toca el alma… aparece un suspiro y el momento se marca como eterno.

La noche era tibia y anunciaba, con ausencia de humedad, una velada deliciosa. Al tocar la seda de mi falda que me rozaba sutilmente las piernas, al ritmo de los tacones que me hacían estar un poquito menos lejos del cielo, se despertaban sensaciones que iban abriendo mis sentidos, deseosos de recibir belleza.

La belleza que comenzó con el sabor a sal del viento húmedo al tocar mis labios apenas bajé del auto, como un beso de bienvenida al evento. Mi vista se paseaba de un lado a otro, alimentándose lo mismo de las plantas artísticamente colocadas, que de arreglos florales, esculturas y gente, conocida y no, que iba saludando mientras avanzábamos a la entrada del salón. Pasillos con espejos, ¡cuántos espejos! Gente, ¡cuánta gente!

El mármol de los pasillos anunciaba la llegada de la gente. La alfombra que delimitaba la entrada al salón, silenciaba el movimiento de los pasos y anunciaba que acababa de entrar a un recinto mágico, iluminado tenuamente para que el telón, cual cielo estrellado dibujado por las luces del escenario, comenzara a tomar mi imaginación para transportarla a algún lugar del universo.

Poco después, tiempo suficiente para saludar y tomar una copa de vino, apareció la artista. Una mujer de cara redonda con la dulce sonrisa que caracteriza a las delicadas mujeres orientales. Sus rasgos coreanos estaban enmarcados por sedosos cabellos perfectamente lisos; su silueta se definía por el negro del vestido que le cubría hasta la punta del zapato y sus manos, una sobre otra, descansaban en el regazo que, aún estando de pié, las sostenía como el don más preciado de ese cuerpo que emanaba armonía. Los delicados brazos brillaban cubiertos por la gasa salpicada de pequeños cristales que hacían juego con las estrellas del fondo del escenario.

El silencio en el que se difuminaron los aplausos fue total
se sentó frente a piano de media cola
comenzó a acariciar las teclas

La magia de las notas que en un momento fueron imaginadas por el oído sordo de Beethoven volvieron a tomar vida en la eufórica y pasional adaptación que Franz Liszt hizo para el piano. La música inundó el salón.

Las manos de Joo Hee Lee se movían lentamente, con la delicada suavidad que tiene la caricia de una madre cuando toca la mejilla de su bebé dormido. La perfección de su cabello reposaba, liso y sedoso, sobre los hombros que, de repente, por momentos marcados en la partitura que ella tenía perfectamente escrita en el corazón, se enmarcaban por la tensión de los brazos que sostenían la melodia mientras tomaba fuerza y cambiaba, en un in crescendo magistral. Los dedos se estiraban para alcanzar las teclas más lejanas y saltaban affretando con grácil locura de un lado a otro mientras el cuerpo de Joo Hee Lee se estremecía haciendo volar su cabello, lanzado por los saltos que hacían dejar ver el alma del compositor, unida a la de la pianista que invitaba a mi alma a seguir escuchando y vibrar en el mismo tono, sacudida por la pasión que cada nota tenía impresa.

Cada nota estaba en su alma. Sus ojos no tenían delante de sí una partitura. La dificultad de las obras estaba magistralmente enmarcada por la excelsa capacidad de la pianista para seguirlas, una a una, con ritmo preciso, tempo perfecto, adagios y largos que salían como suspiros de reposo que confrontaban a prestissimos y vivaces que marcaban la cadencia en la que mi corazón latía. Porque, después de todo… ¿qué es el arte si no la unión de almas conectadas más allá del tiempo y el espacio?

Anoche, Beethoven, Liszt, Joo Hee Lee, yo y todos los que se conectaron con esa energía logramos el éxtasis en un suspiro que concluyó con la última nota que salió del piano.

Se levantó
tocó su corazón
suspiró
y sus brazos cayeron
exhaustos
al lado de su cuerpo

¡Magristral!

Con estrellas en mis ojos,
Peregrina.

junio 12th 2010 Joyas de todos los días