No me beses… ¡Tú no sabes besar!

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Amado Nervo nos cuenta que es indecible lo que gozan las flores con el riego nocturno.  El otro día, a las doce, sobre el pétalo aterciopelado de una rosa, como sobre la tela de un estuche, ¡ahhh! radiaba aún una gruesa gota de agua.   Había pasado allí una buena parte de la noche, dejándose penetrar por la luna.

Un viento suave la balanceaba en su hamaca olorosa de seda.

Pero avanzaba la mañana, ya el meridiano, y una saeta de oro del arquero divino, hirió en pleno corazón a la gota, tocándola en chispa maravillosa.

«Tengo miedo, ¡ay!, tengo miedo. Siento que empiezo a evaporarme… ¡Oh sol, no me beses, por Dios! Tus besos hacen un espantoso daño.   Me penetran toda, me abrasan, me disgregan…   Yo no quiero deshacerme, no quiero volatilizarme…  ¡No quiero perder mi individualidad!…  ¿Entiendes, oh sol?  No quiero perder mi individualidad.

«Yo reflejo a mi modo la naturaleza.  Soy un pequeño ojo cristalino, muy abierto, que la ve, que la admira desde este nido de terciopelo, desde esta cuna suave y bienoliente.    Llevo ya muchas horas divinas de vida harmoniosa.   Durante buena parte de la noche he reflejado la luna.   He sido, ya una perla, un zafiro místico, ya una turquesa celeste.  Después, la bóveda se ha pintado de un amarillo suave, y yo me he vuelto topacio.   A poco el cielo se tiñó de rosa, y he sido rubí.   Ahora soy diamante.   Y cuando las hojas del rosal se miran en mi espejo para contemplar su traje nuevo, recién cortado en punta, me convierto en esmeralda.
»No me beses, ¡oh sol! No sabes besar: haces mucho daño. No eres como la luna. Ella sí que sabía besar blandamente: al fin, mujer. Tú te pareces a un hombre sanguíneo, tosco y premioso.

»¡Ay!, siento que me deshago, que me desvanezco, que me pierdo…

»Sí, comprendo que eso de la transparencia absoluta es una cosa muy buena; que ser parte de la atmósfera húmeda es cosa muy conveniente; que flotar, volar, es cosa muy apetecible. Comprendo también que un poco de frío puede condensar mi humedad, y entonces ser yo parte mínima de una nube de esas que he visto pasar por la mañana y que parecen cuentos y milagros… Todo eso, sin duda, es bueno. Pero yo dejaría de ser gota, de ser gotita diáfana y temblorosa que soy: esta gotita acurrucada en el pétalo de una rosa, ¡y no quiero perder mi individualidad!


»¡Ay! ¡Ay!, que daño me haces…, ¡oh sol! Ya no me beses, ya no me be…ses. Yo soy u…na gotita… de agua…, una lu…mi…no…sa go…tita de agua… sobre un rosa…, sobre una ro…»


Estas fueron las últimas palabras de la gotita trémula que brillaba sobre el pétalo de una rosa…

Es difícil confundirse entre la multitud, cuando se es una delicada y hermosa gotita de agua, como la gotita de la fotografía de Andrew Osokin.

Peregrina.