¿Vivir con miedo por ser mujer?

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Al despertar, a veces trenzado, a veces suelto, a veces perfumado por el olor del jabón del baño nocturno, a veces impregnado del aroma del sudor de la noche, tal vez sudor de sueños, tal vez sudor de amor… ¿Cuántas historias se enredan entre los cabellos?

Tal vez en una trenza, tal vez suelto o envuelto en una mascada, o tal vez con deseos de bailar por mi espalda amarrado con una liga para formar una coleta. Tal vez recogido con precisión formando un bulto perfecto en mi coronilla, sin dejar un solo trazo de libertad, por decisión propia. Siempre siguiendo los deseos del día.

Brillante, libre, con colores que gritan mi edad y recitan mis alabanzas a la vida que me ha dejado gozarlo. Mi cabello. Ondulante. Me sofoca en los días de intenso sol y entonces lo levanto y envuelvo. Lo suelto para que me dé calor cuando el frío me abraza. Mi cabello…

Largo, muy largo. Ondulado, voluminoso. Cae desinhibido, acariciando mis caderas cuando estoy totalmente desnuda en el punto más alto del deseo con mis muslos abiertos y mis pechos turgentes ante la mirada extasiada de mi amado. Largo, muy largo. Reposa sobre la almohada mientras mi gozo se desvanece en un suspiro de placer.

Cada una de las hebras de mi cabellera cuenta una historia.

Pero, más allá de las historias, reales o soñadas, agradezco tener la libertad de mostrarlo al sol. Mi cabello es una alabanza a la libertad: libertad de enredarse cuando lo despeina el viento, libertad de atarse en altas coletas, o aplastadas trenzas; con bandas, moños o pañoletas. Libertad de ser cubierto por un sombrero o una mascada. Alegrías, tristezas, energía o pereza, elegancia o desaliño, todo se refleja en sus hebras.

¿Por qué habría de perder su libertad? ¿Por qué habría de ser objeto de irreverencia mientras las largas barbas de los hombres crecen y se exhiben su virilidad? ¿Por qué habría de ser motivo de mi muerte? ¿Por qué habría de ser ofensa al Creador si en su infinita sabiduría me ha creado con esta cabellera que vibra para gritar que soy perfecta creación suya?

Ninguna mujer debiera ser torturada por mostrar su cabellera, su cuerpo, por vivir su libertad, su sexualidad, por definir sus deseos, por decidir si ser madre o no, por engendrar o abortar, por amamantar o no. Ninguna mujer debiera morir por el simple hecho de ser mujer.

Ninguna mujer debiera temer ser mujer.

Voy a peinarme …

Enfrentando mis miedos

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Estoy iniciando una experiencia nueva, una forma diferente de vivir la danza. Entré a un club virtual en el que he podido practicar diferentes ejercicios, volviendo a moverme al ritmo de los instrumentos que me hacen sentir bien.

Como parte de los ejercicios de uno de los espacios intensivos que tiene este club, realicé un ejercicio que voy a poner en este espacio para que quede como recuerdo de lo que siento hoy y la forma en la que me estoy desarrollando, no solo mientras bailo, sino desde dentro, desde la esencia de quien baila.

Esta ha sido una manera tan difícil de comenzar este intensivo: ¡abrir el corazón! Porque hablar de miedos es, ¡el primer miedo que me viene a la mente!

Entonces, después de descubrir mi primer miedo, pienso en el segundo, pero no menos fuerte: el envejecimiento. No hablo de canas ni arrugas porque no las escondo ni trato de disimularlar, siempre me han gustado como parte de la transformación de mi persona. Me viene a la mente el miedo a perder movilidad y la posibilidad de bailar con fluidez.

Cumpliré 57 en pocas semanas, y he estado padeciendo los últimos 6 meses o mal un dolor en mi hombro izquierdo, así que creo que es por eso que este miedo me viene a la mente.

Incluso si sigo tratando de identificar otros miedos, esos son los únicos dos que tengo, ¡al menos en este momento, mientras experimento este curso! He tenido la oportunidad de bailar en público y conozco el miedo a olvidarme de la coreografía, ¡y me he dado cuenta de que no pasa nada! Ya experimenté el nerviosismo de la primera vez en el escenario y terminé de amar cada momento del espectáculo.

Entonces, de nuevo, envejecer y perder la posibilidad de tener toda la alegría que la danza puede darme es mi mayor temor en este momento. Probablemente es esto que me viene en mente después de escuchar la charla de Iana Komarnytska sobre los miedos que las bailarinas enfrentamos porque físicamente no me siento plena.

Darme cuenta de que estoy envejeciendo, que esto es algo que no puedo detener pero puedo convertirme en una anciana sana y hermosa que puede seguir bailando aceptando las nuevas formas de disfrutar el baile. Tengo que cuidarme: la forma en la que como, la forma en la que hago ejercicio, viviendo sanamente, tratando de estar en armonía.

¡Empecé a visitar al fisioterapeuta y eso me ha ayudado mucho! Así que comencé a minimizar los efectos del envejecimiento. ¡Al lmenos por el momento!

Agradezco la invitación a explorar, a través de este ejercicio, en esta parte de mi vida.

Peregrinando nuevamente en la danza,
Peregrina.

El oleaje del respiro

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Tal vez no me di cuenta, andando con la prisa, pasando como el viento que, tan ordinario, se deja sentir y se nota solo el fastidio del roce del cabello despeinado que pasa entre las pestañas, pero sin apreciar el delicado roce como una amorosa caricia.

Supongo que es extraño, una ilusión que no tiene pasos, no tiene tiempo y sin embargo, sigue con rapidez la carrera del presente que constantemente quiere tocar al futuro y se da cuenta de que no deja de ser presente. ¿Qué es esto que se para en el respiro cuando llega el miedo? 

La pausa secreta del respiro.

Si llegase el olvido y si me olvidase de volver a tomar aire y…  Es entonces cuando, me doy cuenta de que, si no atiendo, me voy muriendo.
Necesito volver a respirar…

Es tan silenciosa la pausa entre la exhalación y la inhalación.
Hay tanta paz en ese momento…


Si olvido el ritmo del vaivén de mis olas, dejando atrás el interminable oleaje de las prisas…
Me dejo caer en esa pausa y no inhalo más…
Y si…

Peregrinando en la pausa del respirar.

Niña del Pacífico

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«¿Qué haces, niña de ébano?» Preguntó la arena desde la punta de sus pequeños dedos.
«Engarzo historias con los rizos de mi pelo, para que no se pierdan
entre la blancura de la espuma que acaricia tus costas».

Peregrina.

La última flor de una orquídea

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¿Cuántos giros puede dar el corazón al escuchar una canción que evoca un beso? ¿Cuántos recuerdos pueden escaparse a través de un suspiro?
Pues la cuenta es infinita cuando cada sonrisa se mezcla con la chispa de complicidad de las miradas.

La cuenta es infinita cuando el tacto acompaña los suspiros y cuando el sabor se sigue gustando con el alma.

La cuenta no termina porque la piel canta al sentir la proximidad de los dedos que se acercan a tocarla, entonando una melodía que solo se escucha en el palpitar de la piel.

Es envolvente y revolvente, porque cada caricia es obsequiada con la dulce expectativa de recibir a cambio el mismo regalo.

La cuenta es infinita, porque así como la vida fluye a través del universo en tantas formas diferentes, el amor fluye más allá del tiempo y del espacio presente.

Es una cuenta imposible de hacer; nadie la puede completar. No es necesario, basta sentirlo porque el amor es infinito, aunque el tiempo siempre marca un final… así como la orquídea pierde todas sus flores. Pero el amor es infinito porque se alimenta de esperanzas, así como la orquídea tiene la esperanza de volver a florecer siguiendo el ciclo perfecto de la naturaleza, porque el amor es el que marca los tiempos de cada ciclo, infinitamente …

Nunca sola en este caminar,
Peregrina.

Los pétalos

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Delicados y suaves, los vívidos pétalos de una flor se abren al recibir la fresca lluvia matinal, tal cual los pensamientos se desdoblan al tratar de recordar, girando sobre la evocación, escondidos entre los pistilos de la remembranza sin mostrarse aún, no del todo; esperan que los pétalos los dejen al descubierto, tal vez al primer toque de un rayo de sol. 

Trémulos, los labios sienten la suave caricia de la humedad de la lengua, que en silencio saborean esa dulce gota de rocío matinal, regalado cual dulce néctar de la fuente de la vida.

La vida sigue su curso.

Peregrina.

Sucumbir al olvido

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Desde muy dentro, desde ese punto infinito en donde algo esperanzador procura mantener el equilibrio de la mente, parte su respiración desasosegada y se originan sus pensamientos trastornados, enfocados en  mantenerlo vivo para evitar la mayor catástrofe de todas: el olvido. No es momento de olvidar, pero tampoco de ser olvidado.

El frío atravesaba desgarrando su ya raída chaqueta, hiriendo la piel manchada de sangre y sudor; el olor de días y noches; el sabor de fango y lluvia.

Nada tenía sentido, todo era tan rápido. Las chispas iluminaban la obscuridad causándole alucinaciones contra las que su mente también luchaba. Esos pensamientos le impedían concentrarse en la gesta, su mirada se perdía entre las sombras de los cuerpos que caían uno tras otro.

Su desgarradora batalla era una paradójica estrategia para evitar la muerte causando muerte. Tan alto precio de sacrificio tenía una última finalidad: evitar la catástrofe del olvido.

Olvidar es una tragedia más para quien es olvidado que para quien olvida. “No permitas que nos hagan desaparecer de la historia, defiende a tu pueblo porque aunque no existas más, seguirás viviendo en quienes logren continuar con nuestras tradiciones”.  Con esas palabras recibió el arma de manos de su padre y se fue al campo lleno de del miedo y la agonía que se esconden en el dolor que todavía no sentía en carne propia.

Las guerras son maneras de intentar no sucumbir al olvido. Surgen de una necesidad de trascender más allá de su propio tiempo de vida, a través de las obras, de los hijos que ahora estaban también muriendo. De la sinrazón de no ser olvidados.

Mantenerse vivos en los recuerdos, en las obras, en el postulado que se ignora por la razón arbitraria del más fuerte, pero no por ello el más tenaz. Seguir vivos en el recuerdo, es la necesidad que da fuerzas para combatir la extinción de las raíces.

El conocimiento colectivo de su pueblo no desaparecería si lograban avanzar, elevarse en la búsqueda de la vida a pesar de la muerte.

Era hora de dar el último combate. Hordas que en la obscuridad desaparecen. Los primeros rayos de sol marcan el momento de dar inicio al plan. Un grito profundo lo impulsó a lanzarse sintiendo cómo sus compañeros lo cubrían, sabiendo que no habría oportunidad de ver el sol en plenitud ese día.

Llegó al punto indicado y se inflamó causando una explosión que marcó el inicio del día. Todo terminó, ya nada existía. Los pocos que lograron abrir los ojos, regresaron a contar la historia.

La batalla había sido ganada. Su nombre sería recordado hasta que alguien tuviera que volver a morir, evocando el honor de ese momento.

Levantaron las copas y bebieron un vino que sabía a sangre, a dolor, pero no a olvido.

Entre mis batallas, tratando de no sucumbir al olvido.
Peregrina.

La imagen: «La Sacerdotisa de Delfos», obra realizada por el pintor británico John Collier en 1891, exhibida en la Galería de Arte de Australia del Sur.   

Una gota en su pelaje

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Llovía. Una de esas lluvias muy finas, con gotas tan delgadas que parecían neblina y no lluvia; gotas heladas, acompañadas de un viento ligero pero cortante que anunciaba nieve.  Así, con el suave rumor de esa aguanieve, la tarde se desvanecía lentamente, dejando pasar a la obscuridad que llegaba prematura. Ningún sonido rompía el golpeteo constante de las gotas que caían desde el tejado sobre las brillantes piedras de río que pavimentaban el callejón, al final del que se vislumbraba la tenue luz de una ventana iluminada por los brotes del fuego de la chimenea. Invitaba a entrar.  Ya desde el callejón se percibía la pacífica calidez del interior.

A través de los cristales empañados por el contraste de temperaturas, se distinguía la silueta de una mujer. Nada parecía distraerla, al menos eso daba a entender su mirada fija en cada una de las puntadas que iba dando con singular ritmo, mientras la aguja subía y bajaba traspasando el delicado entramado del tejido que sostenían sus manos. Poco a poco, los hilvanes tomaban forma y los matices de cada hilo de seda, marcaban los contornos y los fondos, dándole vida a un lienzo que se convertía en paisaje.

Recostado cerca del fuego, Kedisi disfrutaba del calor que se desprendía del chirriar de los leños ardientes. Delicado y refinado, de tanto en tanto lanzaba una mirada a la mujer que lo acompañaba y su ronroneo se dejaba sentir en la habitación. Sus ojos tomaban matices mágicos delante de las llamas que daban toques luminosos, tornando en azul profundo a uno y en verde brillante al otro, en cualquier otro momento habría distraído a los dedos de la mujer, claro, si no estuviesen los hilos de seda entre ellos.

De tanto en tanto, un suspiro detenía el ritmo de la aguja y el aro que sostenía el bordado caía sobre su regazo; entonces, extendía su mano para asir la taza y acercarla a sus labios. Aspiraba profundamente el vaporoso aroma del vin brulè, entonces su pensamiento saltaba de los hilos de seda a la sedosa textura de los cabellos de su esposo y evocaba los momentos cuando las especias y el vino hervían en la estufa mientras él le hacía el amor frente al fogón. Eran otros tiempos, cuando Kedisi no se estaba quieto y correteaba por todas partes mientras la lluvia llevaba el ritmo de las caricias de unas manos que rodeaban sus caderas y sus senos embriagaban a su amante. Eran otras gotas de lluvia cayendo sobre el empedrado del callejón, eran otros leños quemándose en la misma chimenea, eran otros los hilos que pasaban entre sus dedos…

La taza golpeó con un delicado tintineo el platito de porcelana que se rompió sobre el regazo de la mujer; al escucharlo, Kedisi se estiró y con su cola enroscó la mano que se extendió hacia él. Una gota de vino pintó el pelaje del gato que se acercó hacia esa mano inerte, frotando su lomo como si quisiera limpiar la mancha cual rubí sobre el armiño, Kedisi saltó con gran premura sobre regazo ocupado por el bordado y maulló para despedirse de la mujer que exhalaba el último beso con sabor a vin brulè.

 

Peregrina, entre hilos de seda.

La imagen: The wedding gift, pintura al óleo de Les Ray

Neblina y vapor

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La mañana no se iluminó del todo. Un sutil color grisáceo en el pedacito de cielo que aparecía por la ventana, le daba ese toque de somnolencia, de deseo de volver al retiro de los pensamientos que se encierran en la inconsciencia de los sueños.

Lentamente se estiró y sintió que su mente se llenaba al evocar su nombre, un nombre impronunciable, un nombre que sanaba los dolores de la fría soledad del cuerpo, clavándose en un rincón muy discreto, cálido y secretamente recogido de su corazón.

Era un nombre que no se gritaba al viento; sin embargo, llegaba con cada soplo y aparecía en tantos reflejos de la cotidianidad, se saboreaba en el delicado sorbo de té que despertaba sus sentidos al amanecer.

La memoria es un tejido de sensaciones que se manifiestan en el devenir de imágenes, situaciones que se confabulan para hacer estallar cápsulas de recuerdos.

Mientras su mente vagaba entre el vapor, las pantuflas se salpicaban con una que otra gota saltarina, escapada de la cortina que protegía la ducha, el espejo se empañaba y el aroma de té verde del jabón perfumaba su piel y el ambiente que poco a poco se hacía más denso.

El tintineo del teléfono dio fin al placer del agua corriente.

Tomando una de las toallas que había preparado al lado de la bañera, intentó alcanzar una de las pantuflas con la punta del pie, suavemente húmedo.

El teléfono volvió a sonar…

A pesar de la densidad de la neblina, el avión aterrizó antes de lo previsto. El aeropuerto lucía diferente cada vez que lo visitaba. Esta vez, posiblemente por el mal tiempo, había poca gente en los corredores que, además, habían sido ampliados en la última remodelación, por lo que fueron pocos minutos los que tardó en llegar a la sala para tomar el equipaje y pasar el centro de control de pasaportes. Estaba a unos minutos de volver a verla. Su mirada se perdía en otro tiempo, un tiempo de primavera, de besos y risas en medio de un paraíso entre cuatro paredes. Salió de prisa, tomó el móvil y marcó el número. Sus pasos eran rápidos. Las puertas automáticas se abrieron dejando ante su vista una densa neblina que hacía difícil vislumbrar el camino.

El tono del teléfono anunciaba el timbre al otro lado…

Sus pies resbalaron al intentar calzar la segunda pantufla…

Caminando distraído en sus pensamientos que evocaban la voz que respondería en breve, apenas sintió el golpe que lo hizo caer…

La cabellera, larga y mojada, se extendió sobre el mármol que comenzó a teñirse de rojo… Una vez más el timbre…

Su cabeza dio contra el pavimento y soltó el teléfono que dio un último aviso antes de caer y romperse.

La fatalidad del golpe en dos momentos inesperados…

Los labios no se volvieron a besar en este mundo, nunca más

La imagen es  una pintura al oleo de Pierre-Auguste Renoir, se titula «Lemons and Tea Cup»

Peregrina.

 

 

Una ventana con geranios

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La tarde avanzaba lenta, pesada, como si cada una de las grises nubes que cubrían el cielo se recargaran sobre los recuerdos.  Los pensamientos se desvanecían, así como poco a poco, al disiparse la lluvia, el viento iba dejando pequeños espacios de azul. ¿Será posible que una nube pueda recargarse en los recuerdos? ¿O son los recuerdos que se recargan en las nubes y aprovechan su paso, lento y constante, mientras la tarde del domingo se disuelve en los segundos y la vida continua casi sin sentirse?

Así pasaba el tiempo, a pesar de que el cielo no brillaba, a pesar de que los recuerdos deseaban salir entre el gris y el azul. Desconciertos entre los dedos, acariciados por el tiempo; magia que se distribuía entre los vapores de la húmeda calidez que había dejado la lluvia.

Las hojas de la ventana azul se abrían de par en par, dejando frente a la vista un horizonte que se entonaba con el marco de madera vieja. Sobre el alféizar, los jarrones de barro que declaraban el tiempo que los había manchado de moho, soltaban carcajadas en cada uno de los vibrantes ramilletes de geranios que alegremente se abrían deseando recibir al majestuoso sol que no los había acariciado aún. Otros tiempos habían iluminado el regocijo de sus colores.

El recuerdo de esos tiempos se soltaba mientras el viento despeinaba sus cabellos. Otros días habían sido azules los cielos y brillantes los rayos del sol. Otros días habían contemplado el júbilo que se desenredaba entre sus cabellos volando fuera de de esa misma ventana y en el vacío que se abría hacia el acantilado se perdía el placer de sus gemidos.

Su mirada viajaba en el infinito y las olas de su orgasmo acompañaban la furia del océano que se unía al vaivén de la virilidad de su amante: manos fuertes que podrían destrozar su cintura en un solo apretón. Dedos toscos que contrastaban con la delicadeza de sus senos, ojos fieros que exaltaban la belleza que se abría para recibirlo.

Era todo y era nada. Gritos y gemidos. Carcajadas y silencio. Suspiros y cálido aliento que soplaba exhausto tras su oreja, reposando sobre su cuello.

El sol desaparecía. La tarde. La lluvia. Los pétalos de aterciopelados geranios recibían las gotas y las dejaban caer resbalosas. Místicamente transparentes se perdían en el fondo del acantilado retornando al océano.

Hoy, los suspiros se confundían con el murmullo del mar, sonrojada por los recuerdos, como las hojas del geranio, se sentía trémula y sollozante apoyada sobre el alféizar.

Las gotas de lluvia se posaban sobre los pétalos de otras flores del mismo geranio que conocía la historia y la contaba en cada ramillete, como suave poesía.

Tardes de domingo, en el peregrinar de la incertidumbre,

Peregrina.