Ser maestra es una profesión muy hermosa, cada día que vivo cerca de los niños es un regalo de eternidad, una oportunidad de aprender, reaprender y desaprender.
Sin embargo, también tiene sus lados tristes, porque me enfrento directamente a la naturaleza humana en su forma más pura y genuina. Esa naturaleza que no siempre es tan ingenua, que no siempre es tan dulce, que no siempre es tan luminosa ni cándida.
Veo a tantos personajes de la vida cotidiana, adultos frustrados, malvados, conflictivos, desangelados, grises o ¡negros! y, al estar estar cerca de niños que tienen una infancia con carencias afectivas y excesos permitidos por la opulencia en la que viven sus familias por el placer de demostrar el poder que se han ganado en la sociedad, es fácil comparar, predecir, imaginar… y da miedo enfrentar la realidad que se manifiesta en los encabezados de los diarios de cada pueblo, pequeño o grande que sea.
¿Qué infancia habrá tenido una mujer del tipo «La chica del dragón tatuado»?
Cuando las actidudes de una criatura van de la luz a las tinieblas y me toca estar en medio de sus infiernos, lo único que me nace es abrazarla fuertemente y pedir sabiduría para manejar el momento.
Breves espacios en los que una maestra nada contra corriente y lo ganado se pierde en cuanto la personita entra al auto y un iPad le espera ante la innanimada madre que atiende el celular…
Pero son muchos más los ojitos que brillan con luz verdadera. Afrotunadamente, todavía…
Peregrina.