Notas de una tarde dorada

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La música también cuenta historias, aquellas que no tienen palabras, las que se quedan secretamente guardadas en un rincón del corazón. La música es un secreto del alma convertido en melodía, la transformación de los sentimientos que, disimulados y furtivos, se distienden tanto que no caben más en el corazón; dejan su escondite y se convierten en melodías, un lenguaje que no todos logran comprender, un código que misteriosamente conecta almas.

Hace un tiempo comencé a escribir una serie de cuentos cortitos, aquí uno de ellos.
 

Eran tantas las notas caídas sobre las líneas de aquel pentagrama manchado de sueños, tantos los acordes que sonaban todavía en su mente. Una tras otra, las notas se deslizaban rítmicamente invitando a sus pupilas a danzar siguiendo el ritmo de la mano que trazaba puntos y líneas transformando los recuerdos en música: la transformación del silencio guardado en lo más profundo del inconsciente.

Una suave brisa soplaba a través de la cortina de delicada gasa que caía delante de la ventana, con movimientos cadenciosos se abría para que el intenso arrebol que teñía la tarde se pudiera observar desde la altura del piso diez, el paisaje contrastaba con las notas que él iba escribiendo, notas que se impregnaban con la armonía de la humedad y los acordes del relámpago. Mezclaba a la perfección los sonidos y silencios que regalan las gotas de la lluvia al caer sobre la selva. Y el olor del recuerdo volvía a llenar su mente y más notas salían de su mano cayendo sobre el papel manchado de recuerdos.

En su mente se mezclaban las caricias, los besos, los suspiros. El adiós. Uno nunca está preparado para amar tanto y mucho menos para dejar de amar al improviso.

El lápiz cayó sobre el escritorio. Su mano acarició el papel como si quisiera recoger todas esas notas en una sola y lentamente la subió hasta su frente, pasándola sobre sus cabellos, como si así pudiera unir lo que al tacto recogió con los pensamientos que aún se arremolinaban en un desordenado contrapunto.

Cerró sus ojos.

Y…

Lo volvió a besar. Sus labios se posaron delicadamente sobre aquellos que se ofrecían cual soberbios frutos como antesala de un manjar. Sintió la suave caricia de su aliento y en un suspiro, sus ojos se clavaron en el mar de una mirada, fundiéndose en una pasión despreocupada.

La tarde tomó un tono dorado que se desvaneció lentamente mientras las ropas cayeron sobre el piso, convirtiéndose en una noche iluminada por la suave luz de luna que dibujaba sus rostros. Suspiros y susurros que arrancaban el silencio y lo volvían a dejar en su lugar para hacerlo rebotar con risas y palabras pronunciadas sin prisa. Todo termina.

La lluvia cesó. No la había notado hasta que dejó de escucharla. No había notado que el compás de sus caderas fue marcado por el caer del cielo en pedacitos. Hasta que el silencio llegó con aroma de tierra mojada, notó que había sido el estruendo del trueno lo que enmarcó el arco de voluptuoso placer que ella había dejado sobre su cuerpo. Las miradas extraviadas al vestirse, la cadencia de los movimientos perdiendo la noción del tiempo en una realidad que no quería encontrarse.

La sinfonía se había escrito. Las caricias se habían ido pero las notas seguirían contando la historia y su corazón seguía bailando en la punta de sus dedos.

Cuentos entre notas imaginadas, peregrinando en la cuarentena…
Peregrina.

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