Hay veces, a todos nos ha pasado, alguna vez, tal vez varias veces … Hay veces que pareciera que todo es gris, que los sinsabores de los acontecimientos me dejan sin ganas de escuchar la radio, sin deseos de seguir y me pregunto ¿Para qué? ¿Hacia dónde?
La joven de largos cabellos castaños miraba al infinito sus labios guardaban silencio, sus ojos no. Al mirarla, una sonrisa salió de mis labios y le dije: “La vida es un juego, todo es de azúcar”. Ella giró su cara y me miró con el ceño fruncido, echando hacia atrás sus cabellos y sus ojos se abrieron dejando descubierta la expresión de incredulidad que parecía decir “Estás loca”. Se levantó y se fue. Ni tiempo me dio de decirle que es así como Jostein Gaarder describe a la vida.
Todo es de azúcar. Por buenas o malas que parezca ante nuestros ojos, cada una de las experiencias es referencia, como el viento que impulsa nuestras alas para elevarnos hacia donde podamos explorar algo más, para seguir creciendo.
El ser humano fue dotado de cinco sentidos, conocidos por todos, utilizados de manera consciente o inconsciente por el ser humano que habita este planeta hecho precisamente para ser gozado, conocido y explorado a través de los sentidos. El ser humano evolucionó precisamente porque exploró y utilizó cada uno de sus sentidos de tal manera que se formó una red para poder moverse en el mundo que se le iba abriendo por delante, creando así mapas que le permitieran actuar en consecuencia, fijando puntos de referencia para experiencias posteriores. La ciencia, la tecnología, aún lo más avanzado que se nos venga a la mente en este momento, ha sido creada, descubierta o desarrollada, a través de algún sentido.
Fue inútil decírselo porque se levantó y sus pasos la alejaron rápidamente de la banca en la que estábamos sentadas. Su depresión no le permitió saborear la dulzura de la frase. La vida es de azúcar. ¡Cómo me encanta saborear esa fase!
Ángeles Mastretta describe a una de sus “Mujeres de ojos grandes” como una criatura deliciosa que con singular cadencia camina delicadamente tratando de sentir el suelo que pisa, su cuerpo se mueve erguido entre la gente y sus ojos miran atrapando los colores y formas que su nariz percibe. En el mercado, toma la fruta con delicadeza y mete en la canasta sólo aquella que su nariz ha identificado como perfecta. ¿Cuántas veces nos hemos regalado una experiencia así? En el apresurado mundo en que vivimos, los vegetales que compramos vienen ya preparados y enlatados, congelados dentro de prácticas bolsas de plástico que se cierran fácilmente o bien acomodados en los estantes del supermercado con un espejo que los refleja mientras puntualmente reciben un baño de agua fría que los mantiene “frescos” pero carentes de perfume porque fueron cosechados prematuramente sin permitir que el sol pusiera en ellos el delicioso aroma de la madurez.
Nos movemos en un mundo lleno de comodidades y de repente nos damos cuenta que no tiene sentido usar los sentidos. Al menos no de manera consciente, abriéndonos a percibir cada uno de sus resultados.
Tuve la oportunidad de realizar una actividad con dos grupos de niños de distinto nivel socio económico. La actividad consistía en rebanar una hogaza de pan horneado en casa, untarle mantequilla y espolvorearlo con azúcar y un poco de canela en polvo. Primero realicé la actividad con el grupo de niños de la ciudad y obtuve como resultado poca espontaneidad por parte de ellos para “sentir” cada uno de los ingredientes que se les proporcionaron, fue necesario motivarlos a tocar y darse cuenta de la diferencia entre la corteza y el centro del pan, olerlo, ver su color y compararlo con el de la mantequilla, cerrar los ojos y tratar de adivinar qué especie era la que pasaba frente a su nariz. Finalmente, como niños, se abrieron a la experiencia y se dejaron guiar, disfrutando cada una de las sensaciones que se les presentaban. El resultado fue positivo, disfrutaron de la actividad aunque la mayoría dejó una buena porción del delicioso pan en sus platos. Tiempo después realicé la misma actividad con niños de una comunidad rural. Me impresionó la apertura con la que recibieron la sorpresa, sus ganas de oler, tocar, saborear, saber el nombre de los ingredientes. Con ojos bien abiertos escuchaban las instrucciones y seguían al pie de la letra cada uno de los pasos para preparar la receta del pan con mantequilla y canela que desapareció de los platos y dejó caritas iluminadas por el brillo del azúcar que quedaba sobre sus labios.
Cada vez más, nuestros niños son sustraídos del ambiente natural para el que fueron creados. La vida los somete a vivir enclaustrados en habitaciones que los protegen de la naturaleza, entre juguetes y tecnología que los aparta de la realidad para la que fueron programados dándose así una reprogramación en la que las sensaciones no tienen el espacio para evolucionar.
Sensaciones y sentimientos evolucionan a través de los sentidos. Los sentidos nos dan el punto de referencia para crear ese mapa conceptual en el que se orientan las sensaciones y se administran los sentimientos. Si nuestros niños están creciendo sin la referencia exterior, ¿cómo podemos pretender que puedan lograr formarse una referencia interior? ¿Cómo podemos pretender que logren saber qué sienten y qué es lo que les hace tener ese sentimiento?
La inteligencia emocional se desarrolla a partir del conocimiento de los propios sentimientos, de las emociones y el efecto que los factores externos tienen sobre nosotros. Ser emocionalmente inteligente proporciona al ser humano las herramientas para relacionarse de manera sana con los demás, por lo tanto, es indispensable tener la posibilidad de reconocer cómo y por qué nos sentimos de determinada manera en cada uno de los momentos de nuestras vidas.
Si no desarrollamos el gusto por la vida, si no le encontramos el sabor a lo que vivimos, no podemos administrar nuestros sentimientos. La orientación viene de afuera hacia adentro. Conocer el mundo que nos rodea para poder conocer el mundo que tenemos dentro. Saber saborear lo dulce y salado de la vida para ser capaces de comprender y utilizar de manera positiva las alegrías y las tristezas que nos mueven el espíritu.
Vivir encontrándole sentido a cada una de las actividades que tenemos que realizar: desde bañarnos, alimentarnos, movernos entre el tráfico de la ciudad, o caminar en el solitario silencio de las multitudes. Explorar, sentir, vivir conectando nuestro ser interior con cada una de esas sensaciones para poder expresar con sinceridad cómo nos sentimos, aceptando y fluyendo con el momento. Démonos la oportunidad de aprender y compartir con nuestros niños las experiencias que la vida nos regala. Aprendamos a ver con los ojos del espíritu para intuir las emociones que nos mueven. Advertir las consecuencias de las acciones que realizamos ahora para poder discernir lo que pueda venir después.
Quién sabe, tal vez la joven de cabellos castaños y ojos incrédulos lea alguna vez estas líneas y logre saborear la dulzura de los espacios invisibles que regalan los días. ¡Porque la vida sí es de azúcar!
Peregrinando entre los sabores del día,
Peregrina.