Los pétalos

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Delicados y suaves, los vívidos pétalos de una flor se abren al recibir la fresca lluvia matinal, tal cual los pensamientos se desdoblan al tratar de recordar, girando sobre la evocación, escondidos entre los pistilos de la remembranza sin mostrarse aún, no del todo; esperan que los pétalos los dejen al descubierto, tal vez al primer toque de un rayo de sol. 

Trémulos, los labios sienten la suave caricia de la humedad de la lengua, que en silencio saborean esa dulce gota de rocío matinal, regalado cual dulce néctar de la fuente de la vida.

La vida sigue su curso.

Peregrina.

El desparpajo de los deseos

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En el desparpajo de los deseos, la encontraba siempre iluminada de estrellas. Entre la irracionalidad de las miradas que lo recibían, se entrelazan sonrisas prontas para convertirse en caricias, ¡ávidas de encontrar recompensas!

Cada tarde de lunes, los minutos le devoraban las ansias que se contorsionaban mientras el auto seguía las sinuosas cumbres dirigiéndose hasta la pequeña cabaña en la que escondía los secretos; contaban la vida de esos últimos 20 años. ¡20 años de emprender el viaje a la montaña, en una peregrinación devota, para adorar a la diosa que lo hacía morir y resucitar! Milagros memorables que escribía en su cuerpo semana a semana.

Las nubes aparecieron, la luz comenzó a tomar tonos tristes. Encendió la radio y una música ligera llenó el espacio, las notas salían por las ventanillas abiertas que dejaban entrar ese particular olor que anuncia lluvia. El viento traía frescura y un escalofrío erizó su piel. Subió la ventanilla y en el mismo momento, su cerebro mandó la señal a los pies para oprimir con mayor fuerza el acelerador.

Necesitaba llegar antes de que comenzara a llover. Ella disfrutaba tanto esos singulares momentos en los que la lluvia comienza a caer y dibuja desordenados trazos sobre la tierra, le gustaba verla transformarse en fango. Él conocía el resabio que causarían sus pisadas al llegar después, ¡el fango sobre el piso de la cabaña no le proporcionaba el mismo placer a su amada!

La lluvia arreció. Las gotas que caían sobre la carrocería, disturbaban la música que ahora él acompañaba con silbidos salidos despreocupadamente de sus labios, que, sedientos de los besos que estaban esperándolo, se distraían con los compases de las invitantes notas. Grises los cielos, iluminados los deseos. Así pasaban esos momentos en la humedad de una tarde de lluvia. ¡Vaya tarde de lluvia! Los neumáticos resbalaban en las cerradas curvas. Tuvo que disminuir la velocidad a pesar de la prisa que su cuerpo le marcaba. Más de una vez el abismo del panorama se acercó peligrosamente ante su mirada. Más de una vez tuvo que sostener firmemente el volante, mientras sentía un frío de muerte en el suspiro. Disminuyó aún más. El tiempo corría lento, la lluvia caía copiosa. Dejó de silbar.

No era una buena tarde, pero era una tarde de lunes. Su pensamiento cambió de tono y regresó el silbido a sus labios que se transformaron en sonrisa cuando la cabaña apareció al costado del camino. La buscaba a través de los cristales. La anhelaba a través de la vehemencia.

Las cortinas de la ventana no se corrieron cuando la luz de los faros la iluminó. Tampoco se abrió la puerta delante de la belleza del rostro que pretendía mirar. Apresuró sus movimientos y la llave entró con rapidez para abrir. Silencio absoluto, ella no estaba allí. La llamó, primero con dulzura enamorada, después con ansias sombrías que aumentaron el tono de su llamada.

En la cocina, una botella de vino esperaba ser descorchada y la suavidad del ventilador contrastaba con la fuerza del viento que afuera movía las hojas. Había estado ahí hacía poco tiempo… volvió a gritar su nombre, ahora con desesperación.
Brillo de agua sobre el suelo, cristales rotos que crujieron bajo sus pies y, detrás del mueble donde estaba apoyada la botella de vino, el cuerpo inerte de su amada lo paralizó, quitándole por un momento los latidos a su corazón.

Llegó la ambulancia. La lluvia cesó. Burdas huellas de fango marcaron el piso de aquella cabaña que desde entonces, ensombrecida, espera que alguien abra las ventanas y deje entrar el olor del amor, las tardes de lunes al caer el sol.

La imagen:  «Irises (flower series)» corresponde a una de las series florales del pintor japonés Okiie Hashimoto que era famoso en su localidad por tener un jardín con todo tipo de flores en las que se inspiraba. El original de este lienzo de madera y papel fue pintado en 1974 y se encuentra en el Museo de la Prefectura de Tottori.

En el lento peregrinar de una cuarentena de más de 40 días…
Peregrina. 

Sucumbir al olvido

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Desde muy dentro, desde ese punto infinito en donde algo esperanzador procura mantener el equilibrio de la mente, parte su respiración desasosegada y se originan sus pensamientos trastornados, enfocados en  mantenerlo vivo para evitar la mayor catástrofe de todas: el olvido. No es momento de olvidar, pero tampoco de ser olvidado.

El frío atravesaba desgarrando su ya raída chaqueta, hiriendo la piel manchada de sangre y sudor; el olor de días y noches; el sabor de fango y lluvia.

Nada tenía sentido, todo era tan rápido. Las chispas iluminaban la obscuridad causándole alucinaciones contra las que su mente también luchaba. Esos pensamientos le impedían concentrarse en la gesta, su mirada se perdía entre las sombras de los cuerpos que caían uno tras otro.

Su desgarradora batalla era una paradójica estrategia para evitar la muerte causando muerte. Tan alto precio de sacrificio tenía una última finalidad: evitar la catástrofe del olvido.

Olvidar es una tragedia más para quien es olvidado que para quien olvida. “No permitas que nos hagan desaparecer de la historia, defiende a tu pueblo porque aunque no existas más, seguirás viviendo en quienes logren continuar con nuestras tradiciones”.  Con esas palabras recibió el arma de manos de su padre y se fue al campo lleno de del miedo y la agonía que se esconden en el dolor que todavía no sentía en carne propia.

Las guerras son maneras de intentar no sucumbir al olvido. Surgen de una necesidad de trascender más allá de su propio tiempo de vida, a través de las obras, de los hijos que ahora estaban también muriendo. De la sinrazón de no ser olvidados.

Mantenerse vivos en los recuerdos, en las obras, en el postulado que se ignora por la razón arbitraria del más fuerte, pero no por ello el más tenaz. Seguir vivos en el recuerdo, es la necesidad que da fuerzas para combatir la extinción de las raíces.

El conocimiento colectivo de su pueblo no desaparecería si lograban avanzar, elevarse en la búsqueda de la vida a pesar de la muerte.

Era hora de dar el último combate. Hordas que en la obscuridad desaparecen. Los primeros rayos de sol marcan el momento de dar inicio al plan. Un grito profundo lo impulsó a lanzarse sintiendo cómo sus compañeros lo cubrían, sabiendo que no habría oportunidad de ver el sol en plenitud ese día.

Llegó al punto indicado y se inflamó causando una explosión que marcó el inicio del día. Todo terminó, ya nada existía. Los pocos que lograron abrir los ojos, regresaron a contar la historia.

La batalla había sido ganada. Su nombre sería recordado hasta que alguien tuviera que volver a morir, evocando el honor de ese momento.

Levantaron las copas y bebieron un vino que sabía a sangre, a dolor, pero no a olvido.

Entre mis batallas, tratando de no sucumbir al olvido.
Peregrina.

La imagen: «La Sacerdotisa de Delfos», obra realizada por el pintor británico John Collier en 1891, exhibida en la Galería de Arte de Australia del Sur.   

Una gota en su pelaje

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Llovía. Una de esas lluvias muy finas, con gotas tan delgadas que parecían neblina y no lluvia; gotas heladas, acompañadas de un viento ligero pero cortante que anunciaba nieve.  Así, con el suave rumor de esa aguanieve, la tarde se desvanecía lentamente, dejando pasar a la obscuridad que llegaba prematura. Ningún sonido rompía el golpeteo constante de las gotas que caían desde el tejado sobre las brillantes piedras de río que pavimentaban el callejón, al final del que se vislumbraba la tenue luz de una ventana iluminada por los brotes del fuego de la chimenea. Invitaba a entrar.  Ya desde el callejón se percibía la pacífica calidez del interior.

A través de los cristales empañados por el contraste de temperaturas, se distinguía la silueta de una mujer. Nada parecía distraerla, al menos eso daba a entender su mirada fija en cada una de las puntadas que iba dando con singular ritmo, mientras la aguja subía y bajaba traspasando el delicado entramado del tejido que sostenían sus manos. Poco a poco, los hilvanes tomaban forma y los matices de cada hilo de seda, marcaban los contornos y los fondos, dándole vida a un lienzo que se convertía en paisaje.

Recostado cerca del fuego, Kedisi disfrutaba del calor que se desprendía del chirriar de los leños ardientes. Delicado y refinado, de tanto en tanto lanzaba una mirada a la mujer que lo acompañaba y su ronroneo se dejaba sentir en la habitación. Sus ojos tomaban matices mágicos delante de las llamas que daban toques luminosos, tornando en azul profundo a uno y en verde brillante al otro, en cualquier otro momento habría distraído a los dedos de la mujer, claro, si no estuviesen los hilos de seda entre ellos.

De tanto en tanto, un suspiro detenía el ritmo de la aguja y el aro que sostenía el bordado caía sobre su regazo; entonces, extendía su mano para asir la taza y acercarla a sus labios. Aspiraba profundamente el vaporoso aroma del vin brulè, entonces su pensamiento saltaba de los hilos de seda a la sedosa textura de los cabellos de su esposo y evocaba los momentos cuando las especias y el vino hervían en la estufa mientras él le hacía el amor frente al fogón. Eran otros tiempos, cuando Kedisi no se estaba quieto y correteaba por todas partes mientras la lluvia llevaba el ritmo de las caricias de unas manos que rodeaban sus caderas y sus senos embriagaban a su amante. Eran otras gotas de lluvia cayendo sobre el empedrado del callejón, eran otros leños quemándose en la misma chimenea, eran otros los hilos que pasaban entre sus dedos…

La taza golpeó con un delicado tintineo el platito de porcelana que se rompió sobre el regazo de la mujer; al escucharlo, Kedisi se estiró y con su cola enroscó la mano que se extendió hacia él. Una gota de vino pintó el pelaje del gato que se acercó hacia esa mano inerte, frotando su lomo como si quisiera limpiar la mancha cual rubí sobre el armiño, Kedisi saltó con gran premura sobre regazo ocupado por el bordado y maulló para despedirse de la mujer que exhalaba el último beso con sabor a vin brulè.

 

Peregrina, entre hilos de seda.

La imagen: The wedding gift, pintura al óleo de Les Ray

Neblina y vapor

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La mañana no se iluminó del todo. Un sutil color grisáceo en el pedacito de cielo que aparecía por la ventana, le daba ese toque de somnolencia, de deseo de volver al retiro de los pensamientos que se encierran en la inconsciencia de los sueños.

Lentamente se estiró y sintió que su mente se llenaba al evocar su nombre, un nombre impronunciable, un nombre que sanaba los dolores de la fría soledad del cuerpo, clavándose en un rincón muy discreto, cálido y secretamente recogido de su corazón.

Era un nombre que no se gritaba al viento; sin embargo, llegaba con cada soplo y aparecía en tantos reflejos de la cotidianidad, se saboreaba en el delicado sorbo de té que despertaba sus sentidos al amanecer.

La memoria es un tejido de sensaciones que se manifiestan en el devenir de imágenes, situaciones que se confabulan para hacer estallar cápsulas de recuerdos.

Mientras su mente vagaba entre el vapor, las pantuflas se salpicaban con una que otra gota saltarina, escapada de la cortina que protegía la ducha, el espejo se empañaba y el aroma de té verde del jabón perfumaba su piel y el ambiente que poco a poco se hacía más denso.

El tintineo del teléfono dio fin al placer del agua corriente.

Tomando una de las toallas que había preparado al lado de la bañera, intentó alcanzar una de las pantuflas con la punta del pie, suavemente húmedo.

El teléfono volvió a sonar…

A pesar de la densidad de la neblina, el avión aterrizó antes de lo previsto. El aeropuerto lucía diferente cada vez que lo visitaba. Esta vez, posiblemente por el mal tiempo, había poca gente en los corredores que, además, habían sido ampliados en la última remodelación, por lo que fueron pocos minutos los que tardó en llegar a la sala para tomar el equipaje y pasar el centro de control de pasaportes. Estaba a unos minutos de volver a verla. Su mirada se perdía en otro tiempo, un tiempo de primavera, de besos y risas en medio de un paraíso entre cuatro paredes. Salió de prisa, tomó el móvil y marcó el número. Sus pasos eran rápidos. Las puertas automáticas se abrieron dejando ante su vista una densa neblina que hacía difícil vislumbrar el camino.

El tono del teléfono anunciaba el timbre al otro lado…

Sus pies resbalaron al intentar calzar la segunda pantufla…

Caminando distraído en sus pensamientos que evocaban la voz que respondería en breve, apenas sintió el golpe que lo hizo caer…

La cabellera, larga y mojada, se extendió sobre el mármol que comenzó a teñirse de rojo… Una vez más el timbre…

Su cabeza dio contra el pavimento y soltó el teléfono que dio un último aviso antes de caer y romperse.

La fatalidad del golpe en dos momentos inesperados…

Los labios no se volvieron a besar en este mundo, nunca más

La imagen es  una pintura al oleo de Pierre-Auguste Renoir, se titula «Lemons and Tea Cup»

Peregrina.

 

 

Una ventana con geranios

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La tarde avanzaba lenta, pesada, como si cada una de las grises nubes que cubrían el cielo se recargaran sobre los recuerdos.  Los pensamientos se desvanecían, así como poco a poco, al disiparse la lluvia, el viento iba dejando pequeños espacios de azul. ¿Será posible que una nube pueda recargarse en los recuerdos? ¿O son los recuerdos que se recargan en las nubes y aprovechan su paso, lento y constante, mientras la tarde del domingo se disuelve en los segundos y la vida continua casi sin sentirse?

Así pasaba el tiempo, a pesar de que el cielo no brillaba, a pesar de que los recuerdos deseaban salir entre el gris y el azul. Desconciertos entre los dedos, acariciados por el tiempo; magia que se distribuía entre los vapores de la húmeda calidez que había dejado la lluvia.

Las hojas de la ventana azul se abrían de par en par, dejando frente a la vista un horizonte que se entonaba con el marco de madera vieja. Sobre el alféizar, los jarrones de barro que declaraban el tiempo que los había manchado de moho, soltaban carcajadas en cada uno de los vibrantes ramilletes de geranios que alegremente se abrían deseando recibir al majestuoso sol que no los había acariciado aún. Otros tiempos habían iluminado el regocijo de sus colores.

El recuerdo de esos tiempos se soltaba mientras el viento despeinaba sus cabellos. Otros días habían sido azules los cielos y brillantes los rayos del sol. Otros días habían contemplado el júbilo que se desenredaba entre sus cabellos volando fuera de de esa misma ventana y en el vacío que se abría hacia el acantilado se perdía el placer de sus gemidos.

Su mirada viajaba en el infinito y las olas de su orgasmo acompañaban la furia del océano que se unía al vaivén de la virilidad de su amante: manos fuertes que podrían destrozar su cintura en un solo apretón. Dedos toscos que contrastaban con la delicadeza de sus senos, ojos fieros que exaltaban la belleza que se abría para recibirlo.

Era todo y era nada. Gritos y gemidos. Carcajadas y silencio. Suspiros y cálido aliento que soplaba exhausto tras su oreja, reposando sobre su cuello.

El sol desaparecía. La tarde. La lluvia. Los pétalos de aterciopelados geranios recibían las gotas y las dejaban caer resbalosas. Místicamente transparentes se perdían en el fondo del acantilado retornando al océano.

Hoy, los suspiros se confundían con el murmullo del mar, sonrojada por los recuerdos, como las hojas del geranio, se sentía trémula y sollozante apoyada sobre el alféizar.

Las gotas de lluvia se posaban sobre los pétalos de otras flores del mismo geranio que conocía la historia y la contaba en cada ramillete, como suave poesía.

Tardes de domingo, en el peregrinar de la incertidumbre,

Peregrina. 

 

Notas de una tarde dorada

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La música también cuenta historias, aquellas que no tienen palabras, las que se quedan secretamente guardadas en un rincón del corazón. La música es un secreto del alma convertido en melodía, la transformación de los sentimientos que, disimulados y furtivos, se distienden tanto que no caben más en el corazón; dejan su escondite y se convierten en melodías, un lenguaje que no todos logran comprender, un código que misteriosamente conecta almas.

Hace un tiempo comencé a escribir una serie de cuentos cortitos, aquí uno de ellos.
 

Eran tantas las notas caídas sobre las líneas de aquel pentagrama manchado de sueños, tantos los acordes que sonaban todavía en su mente. Una tras otra, las notas se deslizaban rítmicamente invitando a sus pupilas a danzar siguiendo el ritmo de la mano que trazaba puntos y líneas transformando los recuerdos en música: la transformación del silencio guardado en lo más profundo del inconsciente.

Una suave brisa soplaba a través de la cortina de delicada gasa que caía delante de la ventana, con movimientos cadenciosos se abría para que el intenso arrebol que teñía la tarde se pudiera observar desde la altura del piso diez, el paisaje contrastaba con las notas que él iba escribiendo, notas que se impregnaban con la armonía de la humedad y los acordes del relámpago. Mezclaba a la perfección los sonidos y silencios que regalan las gotas de la lluvia al caer sobre la selva. Y el olor del recuerdo volvía a llenar su mente y más notas salían de su mano cayendo sobre el papel manchado de recuerdos.

En su mente se mezclaban las caricias, los besos, los suspiros. El adiós. Uno nunca está preparado para amar tanto y mucho menos para dejar de amar al improviso.

El lápiz cayó sobre el escritorio. Su mano acarició el papel como si quisiera recoger todas esas notas en una sola y lentamente la subió hasta su frente, pasándola sobre sus cabellos, como si así pudiera unir lo que al tacto recogió con los pensamientos que aún se arremolinaban en un desordenado contrapunto.

Cerró sus ojos.

Y…

Lo volvió a besar. Sus labios se posaron delicadamente sobre aquellos que se ofrecían cual soberbios frutos como antesala de un manjar. Sintió la suave caricia de su aliento y en un suspiro, sus ojos se clavaron en el mar de una mirada, fundiéndose en una pasión despreocupada.

La tarde tomó un tono dorado que se desvaneció lentamente mientras las ropas cayeron sobre el piso, convirtiéndose en una noche iluminada por la suave luz de luna que dibujaba sus rostros. Suspiros y susurros que arrancaban el silencio y lo volvían a dejar en su lugar para hacerlo rebotar con risas y palabras pronunciadas sin prisa. Todo termina.

La lluvia cesó. No la había notado hasta que dejó de escucharla. No había notado que el compás de sus caderas fue marcado por el caer del cielo en pedacitos. Hasta que el silencio llegó con aroma de tierra mojada, notó que había sido el estruendo del trueno lo que enmarcó el arco de voluptuoso placer que ella había dejado sobre su cuerpo. Las miradas extraviadas al vestirse, la cadencia de los movimientos perdiendo la noción del tiempo en una realidad que no quería encontrarse.

La sinfonía se había escrito. Las caricias se habían ido pero las notas seguirían contando la historia y su corazón seguía bailando en la punta de sus dedos.

Cuentos entre notas imaginadas, peregrinando en la cuarentena…
Peregrina.

Y si …

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¿Y si la vida no vuelve a ser como la que vivíamos antes de esta pandemia? ¿Y si las sonrisas se tengan que cubrir por trozos de tela para siempre? ¿Será que poco a poco estábamos preparando esta separación con nuestras actitudes?

Sí, poco a poco hemos estado preparando esta separación. Es que … Creo que nos sonreímos muy poco. Si subes a un transporte colectivo, observas a la gente en un centro comercial, la mayoría está metida en una pantalla de celular y si su mirada se cruza con la tuya, su aspecto es frío y ausente, indiferente y, en ocasiones, hasta amenazador.  Bueno, esto lo he puesto como si pudiera ser posible, de cualquier forma, imaginemos lo que sucedía hace unos meses y era eso: indiferencia generalizada.

Me gustaba hacer algo cuando iba caminando por la calle, o estaba en una plaza sentada observando a la gente, o iba manejando. Me gustaba ver a los ojos de alguien y sonreír. La mayoría de las veces, este gesto causaba mucho asombro.

Recuerdo cuántas veces, sentada en mi auto mientras esperaba la luz verde para avanzar, giré hacia el auto a mi lado para buscar los ojos del conductor y sonreír. La mayoría de las veces mi sonrisa era correspondida, muy rara vez encontré una mirada arisca y nunca un insulto, a lo mejor una mirada de sorpresa, pero luego saltaba la sonrisa que difícilmente se queda quieta cuando otra sonrisa la llama.

En una ocasión, quien conducía era una chica y a su lado viajaba un joven; giré, sonreí y él me sonrió con gran naturalidad mientras ella me miró con ojos de rivalidad, entonces levanté mi mano y la saludé sonriendo. Ella recapacitó y me saludó, creo que pensó que nos conocíamos y no me recordaba,  ¡no era que estuviese coqueteando con su novio!

De cualquier forma, al punto que quiero llegar es que, al cubrir nuestra boca, ahora que debemos usar las mascarillas para evitar contagios, deberé acentuar la sonrisa para que sean mis ojos los que expresen ese mensaje silencioso que tanto caracteriza al ser humano.

Te invito a hacer lo mismo, verás que resulta muy divertido y te hará sentir bien.


Peregrinando entre sonrisas, con cubre bocas.
Peregrina.

El idioma del arte

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Toca mirar el mundo a través de las fotografías que alguna vez fueron tomadas por seres libres, ahora, todos vivimos a través de imágenes, de vídeos, de una realidad virtual que cada día nos va transportando fuera de nuestro encierro.

Yo, tengo ya un mes mirando la vida pasar a través de pantallas y hasta ahora tengo un momento para asomarme a mi ventana azul.

Si este encierro es una joya o no, ¡a quién le importa! El hecho es que esta pandemia me tiene ocupada en actividades tan variadas y horarios muy diferentes  a los que hasta ahora habían sido mi cotidiano.

El trabajo que realizaba entre el ir y venir de niños y el intercambio de risas y prisas que tenían un tiempo perfectamente delimitado, permitiendo que tuviera momentos de actividades varias,  se convirtió en un encierro frente a pantallas, contestando mensajes, buscando códigos, copiando direcciones de correo, haciendo pruebas de vídeo llamadas entre grandes grupos, cotejando programas educativos y tratando de servir y satisfacer a una comunidad de padres de familia que ha pagado por un servicio que no sienten retribuido. Recibo llamadas a cualquier hora del día y de la noche, para dar asesorías de temas que desconocía minutos antes de recibir la petición de ayuda.

He tenido que armarme de  habilidades que no pensé tener y me he convertido en un eslabón importante dentro de una comunidad escolar en la que no puedo tomar decisiones, pero en la que todos esperan que dé una solución.  Y bueno, después de todo, me doy cuenta de que sí, este encierro si se ha convertido en una joya.

Sensibilidad, creo que he debido desarrollar esa parte de mí; intuición, para ver un poquito más allá del qué pasaría si …

Volviendo a las fotografías, hay una sensibilidad especial en los fotógrafos. Tienen una capacidad de observación muy particular, los conecta con lo que ven, con lo que está «escondido» en aquello que contemplan. Descubren los secretos de los silencios, de las sombras y los transcriben siguiendo los códigos de su corazón, creando un idioma especial.

Me gustaron mucho estas fotografías de gotitas de agua en flores casi invisibles, apenas se pueden intuir los dientes de león.

La fotógrafa: Sharon Johnstone, aquí puedes apreciar su trabajo Fine Art Fotography

A falta de viajes, me toca viajar en mis pensamientos…
Peregrina.

La fecha capicúa

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Creo que no viviremos para ver otra igual…

febrero 2nd 2020 Joyas de todos los días